Nadie alcanza la meta con un solo intento, ni perfecciona la vida con una sola rectificación, ni alcanza altura con un solo vuelo. Nadie debe vivir sin cambiar, ver cosas nuevas, experimentar otras sensaciones, y tener la capacidad de corregir sus errores. Nadie tiene el derecho de consumir el amor o la amistad de las personas si uno mismo no la produce.
(Autor Anónimo)

EL AFINADOR DE PUENTES

sábado, 6 de marzo de 2010
Los círculos concéntricos dibujaban sobre el agua un curioso mapa de ondas que entrechocaban las unas con las otras simulando una red cambiante de redondeles anárquicos. Bajo el puente del estanque Zhurong Dian las ondulaciones se hacían casi imperceptibles porque la sombra de su andamiaje junto con el resguardado cobijo de su curvado trazo teñían el agua de un verde tan oscuro que los ojos apenas podían distinguir el baile de círculos tan claramente perceptible en el resto de la laguna artificial. La tormenta estaba llegando a su fin y las nubes apelmazadas como un cuenco de arroz glutinoso se iban deshilachando para dejar al sol pequeños huecos por los que colarse en el jardín y hacer refulgir las azaleas cargadas de color. Las hojas de los viejos gingkos reflejaban sutiles destellos que contrastaban con sus troncos opacos. Apenas había dejado de llover cuando la silueta encorvada de un anciano apareció pisando los parches de sol que alfombraban el suelo de una luz intermitente. Caminaba descalzo y cabizbajo. La tierra esponjosa dejaba al descubierto las huellas de sus pies escuetos. El aire fragante de humedad y de olores verdes inundó al hombre de esperanzas al comenzar su delicado paseo sobre el puente. Parecía más joven que al salir de entre la espesura y ante la atónita mirada de las grullas se tendió boca abajo al alcanzar su punto central. Las gotas de lluvia caían la una acá, la otra allá como en una diáspora apacible. Era el momento justo de escuchar la música del puente, antes de que la calma regresara al jardín y las grullas alzaran el vuelo en busca de alimento. Así había sido siempre, así se lo habían enseñado sus maestros.

Muy lejos de allí, en la provincia meridional de Guangxi, una delegación del Ministerio de Obras Públicas se alineaba siguiendo el curso del río Li. Los ojos expectantes de los congregados esperaban la llegada del secretario del partido del distrito provincial. A sus espaldas la tranquila población de Yangshuo con sus angostas calles repletas de talleres de seda aguantaba impaciente la respiración sin levantar la mirada de las labores cotidianas que les permitían el sustento. Habían sido testigos de cómo la estructura del nuevo puente había cedido a los pocos días de su inauguración sumergiendo bajo las aguas del río Li la vida de los viandantes que en ese momento cruzaban su cauce mientras pedaleaban en sus bicicletas o conducían un camión cargado de arroz. Una de las víctimas había sido la hija del ingeniero principal que pocos días más tarde había aparecido colgado de una robusta rama de la gran higuera en la Colina de la Luna. El partido había ocultado este suceso siguiendo su teoría de que todo aquello que no se conocía simplemente no había ocurrido, pero todos en Yangshuo sabíamos que el ingeniero Wang Shiwei había sido encontrado cubierto por más de cuarenta damas viejas, la especie más preciada de la región, cuando dos niños cazaban mariposas en el empinado cerro de piedra caliza.
La nueva inauguración se llevó a cabo sin el protocolo de la anterior. Llegó el secretario del partido del distrito provincial, saludó puño en alto a los congregados y cortó sin demasiada ceremonia la cinta que unía los dos pilares del puente. Con la respiración contenida la comitiva atravesó sus cien metros de hormigón ya que al otro lado del viaducto un grupo de adolescentes vestidos con sus impecables uniformes de Jóvenes Guardias Rojos vociferaba consignas a favor del Gran Líder y ejecutaba una tabla de ejercicios gimnásticos en honor del secretario del partido del distrito provincial. Yo me mantuve toda la mañana ocupada en mis actividades; por mis manos abotargadas y enrojecidas pasaron más de dos mil capullos de gusano de seda, gordos y preñados de una belleza que tal vez otra mujer disfrutaría algún día en un lugar ignoto. Los conté todos. Era el truco que mi mente utilizaba para escapar de otros pensamientos nada revolucionarios. Al sacar las manos de la tinaja de cinc en la que enjuagaba los capullos el rumor de la comitiva que regresaba desde el puente irrumpió en mi taller. Yo sabía que el puente no tardaría más de unas semanas en caer de nuevo. Lo sabía pero tenía que callar a la espera de acontecimientos. Mientras, confiaba en no tener que cruzarlo siguiendo las órdenes de la odiosa jefa del taller para llevar al cercano Fuli algún recado absurdo o un pesado fardo con muestras de tintes. En ocasiones me veía obligada a atravesar el río más de veinte veces a la semana. Antes de que construyeran el puente y éste se derrumbara, rudimentarias embarcaciones hechas con cuatro troncos de bambú anudados con cuerdas de esparto nos transportaban a la orilla opuesta. Más de doce barqueros se afanaban a diario hasta en plena noche en semejante tarea. Así que el gobierno provincial había decidido levantar un puente para obtener mayor rentabilidad en el transporte de las piezas de seda que salían de nuestros talleres. Los líderes de las unidades de producción veían en el puente un acicate para incrementar los resultados económicos y convertirnos en un buen ejemplo que ofrecer a Mao. Todo en nuestras vidas giraba en torno a él. Y que el puente se viniera abajo era un símbolo negativo inaceptable para los dirigentes locales del partido. ¡Veinte veces habrían de levantarlo si era menester con tal de engrandecer la revolución! ¡Veinte veces para enaltecer al timonel de la patria!
Por la noche, cuando el bullicio de la inauguración había ya pasado y sólo unas cuantas octavillas proclamando las virtudes del presidente quedaban como siembra improductiva a lo largo de la estructura del puente, me aventuré a pasear hasta la orilla del río Li desde donde la imponente silueta de la obra de ingeniería desplegaba sus arcos orgullosos. Recordé al abrigo de un remanso, casi en la penumbra de una noche sin luna, las palabras de mi padre: “No todos los puentes quieren permanecer en pie, hay algunos que caprichosos como el tallo de un junco se dejan mecer por la brisa y deshacen la tarea de los hombres, entonces hay que dejarlos por imposible y construirlos en otro lugar. En ocasiones desplazarlos tan sólo a unos metros es suficiente para que su música suene eternamente”.
Mi querido padre. Llevaba seis años sin verle. Como castigo por enemigo de la revolución había sido deportado a un campo de trabajo del norte y alejado de mí que también había sufrido los designios déspotas de los zheng-ren, los perseguidores de funcionarios. Nos separaban cientos de kilómetros salvados por las cartas que muy de vez en cuando nos permitían escribirnos. El resto de la familia o había perecido víctima del hambre o ajusticiada bajo acusación de traición a Mao. Hubiera dado parte de mi vida por volver a ver a mi padre y sentir su cálido abrazo. Allí, mirando el puente, tenía la certeza de que si él hubiera intervenido en su construcción no se habría venido abajo. En infinidad de ocasiones, antes de la revolución, insignes ingenieros habían solicitado sus servicios como afinador de puentes. Así le gustaba que le llamasen porque su maestro así le había enseñado a hacer su trabajo, como si de un músico se tratara, escuchando las aguas sobre las que se tenderían los puentes, palpando las orillas y haciendo complicadas mediciones que él sólo era capaz de ejecutar sabiamente, auscultando el aire minuciosamente sentado durante horas sobre una roca de la ribera. Nunca estudió ni física ni matemáticas y sin embargo los ingenieros confiaban en su sabiduría llena de humanidad. ¿Qué estaría haciendo ahora? Todo aquel mundo armonioso de mi infancia había muerto con la revolución. Un mundo en el que los sentimientos contaban a la hora de elevar una obra de ingeniería.
De camino a casa una determinación que muchos habrían definido de contrarrevolucionaria comenzó a germinar en mi voluntad. Si quería volver a ver a mi padre no había otra forma de conseguirlo que pidiendo una entrevista con el jefe local del partido, el temible Li Jing-quan, más conocido entre los habitantes de Yangshuo como “uñas de tigre” por la extremada fiereza de sus actos en contra de los enemigos del pueblo. Ya no pude dormir y al día siguiente al salir del taller acudí a la sede del Comité Revolucionario para solicitar la entrevista con el jefe local del partido. Corría un riesgo muy grande porque al proponer la intervención de mi padre en el asunto del puente daba por hecho que éste volvería a derrumbarse de nuevo y podría caer sobre mí la sospecha de sabotaje. Para mi sorpresa Li Jing-quan me recibió esa misma tarde. Me temblaban las piernas y la saliva había desaparecido de mi boca. Al implorar ayuda al espíritu de mi madre la tranquilidad se apoderó de mi discurso. Aquel que se erguía orgulloso frente a mí era tan sólo un hombre a fin de cuentas.
- Camarada Li Jing-quan- comencé ceremoniosa con la cabeza casi doblada sobre el pecho- no quisiera haceros perder el tiempo. Simplemente me gustaría ofreceros mis servicios si de nuevo, ojalá no sea así, el puente Mao volviera a derrumbarse. Teniendo en cuenta que este hecho ya ha ocurrido no sería extraño que se repitiera tan desdichado suceso. Conozco a una persona que podría evitar una nueva desgracia.
Tardó unos segundos en responder. Evaluaba mi figura de campesina y el alcance de mis palabras descaradas. No podía creer que una mujer empleada en un taller de seda tuviera en sus manos el porvenir de una obra de ingeniería. Durante unos segundos temí un castigo proporcional a mi atrevimiento, volvían a temblarme las piernas.
- Es sospechosa tu preocupación por el puente y sobre todo lo es porque pareces tener la certeza de que volverá a caer. ¿No serás miembro de algún grupo contrarrevolucionario implicado en su derrumbamiento? Sabes que eso se castiga con la pena de muerte y sería muy triste que una mujer hermosa como tú acabara con su cuello partido en dos como una vara de bambú podrido. Acaba de una vez y no me hagas perder el tiempo.
Sus ojos vidriosos parecían los de un tigre astuto. Sus manos se escondían bajo las largas mangas de su ajado uniforme. No pude contemplar sus uñas. Las imaginé teñidas de sangre.
- Disculpad, camarada, no he vaticinado que el puente vaya a caer de nuevo- mentí- sino que si cayera mi padre podría ayudar a levantar otro y tened por seguro que en esa ocasión permanecería intacto por los siglos para gloria de nuestro Gran Líder. Son muchos los puentes que ha ayudado a construir en su vida y todos siguen en pie. Mi padre es afinador de puentes, su nombre por si queréis investigar es Sheng Non y vive en la provincia de Heilongjiang, cerca de Zhalong.
Eso fue todo lo que pude decir. En cuanto pronuncié el nombre de mi padre el camarada “uñas de tigre” se giró dándome la espalda y salió de la habitación. Al despedirse iba desgranado una amenaza airada contra quien osara pensar que el puente iba a caer de nuevo y en sus palabras desabridas supe interpretar que si el puente caía mi cuello no tardaría en perder su lozanía acusada de traidora al régimen. Sólo era cuestión de tiempo. Lo había visto muchas veces.
Dos mil ciento cuarenta y siete, dos mil ciento cuarenta y ocho, dos mil ciento cuarenta y nueve... Las vibraciones del estruendo me hicieron agarrarme al cubo de cinc sobre todo porque los latidos de mi corazón superaban ese rumor lejano de un puente desmoronándose como un gigantesco dragón al caer fulminado por un rayo. Los dos mil ciento cuarenta y nueve capullos alfombraron el suelo del taller como un tapiz viscoso. La directora me increpó groseramente y tuve que recoger uno por uno, con cuidado de que no se rompieran, los pálidos brotes de seda. Al incorporarme encontré frente a mí los temibles ojos de “uñas de tigre” teñidos de una ira casi diabólica y esperando una explicación por mi parte. En lugar de acudir a la orilla del río para calibrar la magnitud del nuevo desastre había venido a interrogarme como si fuera la culpable del siniestro.
- Tú lo sabías- gritaba encolerizado- tú, una simple obrera. Te avisé de lo que ocurriría si el puente se venía abajo. ¿No te quedó claro?
Mis compañeras no comprendían nada. La directora me acusó de distraída e incompetente y “uñas de tigre” me obligó a acompañarle a las oficinas del Comité Revolucionario. Me mantuvieron días enteros incomunicada, en una celda oscura donde sólo me llegaba el lamento desesperado de otros prisioneros. Nadie me interrogó. Reviví otros momentos tormentosos de cárcel y hambre pero ya me daba igual vivir que morir, así que me hice un ovillo y esperé una muerte liberadora que me apartara de aquel mundo horrible donde hasta cantar era peligroso.
Mi cautiverio duró más de un mes. Mis huesos se estaban transformando en un tejido frágil y quebradizo y mis ojos apenas discernían ya las formas de mis captores que una vez al día me ofrecían un pestilente cuenco de arroz y un poco de agua. Una mañana me obligaron a lavarme y me condujeron a empellones a una sala presidida por un retrato de Mao. Enseguida apareció “uñas de tigre”. Vestía un uniforme mucho más andrajoso que en nuestra última cita. Era su manera de dar ejemplo anticapitalista. Y a continuación mis atribulados ojos quisieron cerrarse para no abrirse jamás. Creí que había muerto puesto que sólo los muertos son capaces de ver fantasmas. Mi querido padre caminaba tras Li Jing-quan. Quise abrazarle pero “uñas de tigre” nos lo impidió con su cuerpo como frontera.
- Nada de sentimentalismos- rugió. Este hombre ha venido a Yangshuo para continuar sus labores de depuración. No vamos a olvidar su pasado de traidor al régimen. Cuando haya terminado su trabajo será devuelto a la provincia de Heilongjiang. Claro está, si cumple con su deber. Si el puente volviera a caer ambos seríais ejecutados el mismo día que eso ocurriera.
En seis años había envejecido notablemente. El arco de su espalda me pareció el caparazón de una tortuga centenaria pero en sus ojos brillaba la alegría contenida de volverme a ver y un resquicio juvenil de ímpetu ante el desafío de volver a su vieja rutina de afinador de puentes. Me conformaba con tenerlo tan cerca y sentir que algo mucho más poderoso que la ira de nuestros carceleros caldeaba nuestros corazones alejando la frialdad de tantos días de separación. La tortura de los días en mi celda había merecido la pena sólo con ese fugaz encuentro que “uñas de tigre” nos ofrecía.
Tuvo que transcurrir más de una semana para que el ansiado encuentro tuviera lugar. Yo había sido devuelta a mi taller y a mi padre lo alojaban en un destartalado recinto que el gobierno reservaba para oficiales del ejército de paso por Yangshuo. Lo vi pasar delante del taller en varias ocasiones, de camino a la orilla del río, coincidiendo con alguna de mis salidas en busca de tintes. Caminaba muy estirado, sin que su orgullo se resintiera por ir escoltado. Me atreví a seguirle un día, a una distancia prudencial para evitar un enfrentamiento con sus guardianes. Estos esperaban sentados en un banco de piedra mientras mi padre ejecutaba diligentemente sus labores junto con el nuevo ingeniero venido desde Beijing. Me conmovía verle avanzar pausadamente en la orilla, pisando la tierra rojiza o hundiendo sus pies en el agua. Permanecía horas lanzando pequeñas lascas de piedra sobre la superficie brillante del río, observando los cambios de la corriente y a las grullas que venían a beber. De vez en cuando el ingeniero se aproximaba y tomaba notas en una cuaderno grande escuchando atentamente las indicaciones de mi padre. Hubiera jurado que aquel hombre culto de la capital reverenciaba los conocimientos ancestrales de mi padre. Una tarde con la excusa de buscar un cubo de cinc más grande me escapé del taller y corriendo llegué exhausta hasta el río. Los guardianes fumaban distraídos y no había rastro del ingeniero. Escondiéndome entre los juncos y las enormes hojas de loto, agachada para no ser descubierta por los soldados, llegué prácticamente a la altura de la orilla donde mi padre removía unas piedras colocándolas en línea perpendicular a la corriente. Por fin pudimos abrazarnos emocionados. Tumbados sobre el pasto húmedo lloramos como niños asustados frente a las antiguas pirotecnias de los días de fiesta. Me conmovió sentir sus huesos viejos. Y a él comprobar que me había convertido en una mujer adulta y valiente.
- Voy a escribirle a Mao, padre- le dije resuelta- no es justo que nos tengan separados mientras estés en Yangshuo. Al fin y al cabo vas a trabajar para enaltecer su ego. Aunque no le escribiré estas palabras ten por seguro que comprenderá mis deseos.
- Es una locura. Ya hemos sufrido bastante, hija mía, conformémonos con este pequeño don que la suerte ha puesto ante nosotros. No rompamos el cuenco antes de cocer el arroz.
Sus aforismos de siempre. Cómo los echaba en falta. Nos volvimos a hacer un nudo y nos despedimos.
- Intentaré venir todos los días. No te apresures en tu trabajo. Cuanto más tiempo estés aquí mejor.
- No temas. El ingeniero Wan To es un buen hombre y aprecia lo que hago. Aunque es mucho más joven que yo es de la vieja escuela y valora tanto lo que se ve como lo que se esconde a los ojos de los hombres. Sabe que no todo en la vida se traduce en fórmulas matemáticas. Hemos tenido suerte de que le hayan destinado a esta obra.
La respuesta a mi carta tardó muy poco en llegar. Si fue o no leída por el propio Mao lo ignoro pero la alegría que me causó su lectura no podía compararse con nada de lo que hasta ese momento había experimentado en mi vida. “Uñas de tigre” hubo de tragarse sus humos de burócrata local y acceder, aunque de mal grado, a que mi padre fuera trasladado a mi modesto apartamento. Era un cuchitril pero a la fuerza de reinventar el mundo los comunistas habían conseguido que los diccionarios se convirtieran en un compendio de términos que no solían ajustarse a la realidad. Pan era una masa reseca cuajada de pajas e insectos, leche era un líquido blancuzco y agrio carente de vitaminas, cama era un jergón apestoso roído por los ratones, y así hasta el infinito del absurdo. Hasta las palabras padre e hija significaban para ellos otra cosa que el vínculo de sangre y amor forjado por la naturaleza y la convivencia.
Por primera vez desde que fuera deportada a Yangshuo estaba impaciente por regresar a casa al salir del taller. Aun a pesar de que mis jornadas eran agotadoras, no veía el momento de franquear la puerta de mi apartamento y encontrar que alguien esperaba mi llegada, que el calor humano de mi padre caldeaba unas estancias donde siempre había reinado la desolación. Hablábamos sin parar. Recordábamos los viejos tiempos en que me enseñaba a volar cometas o íbamos de excursión a casa de los abuelos Ting. A ratos llorábamos de amargura al rememorar los cantos de mi madre o las mañanas claras en que paseábamos por los jardines del Templo del Cielo. Alguna noche acabábamos dormidos sobre una estera mientras me deleitaba con sus legendarias historias de emperadores y guerreros. Deseaba que aquellos fugaces pero intensos intercambios de complicidad no terminaran nunca. Me contaba cómo era su vida en el norte. Los fríos inviernos interminables de copiosas nevadas iban poco a poco minando su resistencia. Había sido afortunado pues un dirigente del partido de la provincia de Heilongjiang le había ofrecido un puesto como jardinero y gracias a eso de vez en cuando podía recostarse sobre el viejo puente del estanque Zhurong Dian y soñar que todavía era el afinador de puentes con más sensibilidad del país.

Pasó la estación de las lluvias que aquel año para nuestra alegría se prolongó más de lo habitual y con su final llegaron los obreros destinados a la construcción del nuevo puente. La cuenta atrás para nuestra separación también comenzó con su llegada. El ingeniero Wan To ya no precisaría de las labores de mi padre que con sus mediciones y observaciones había llegado a la conclusión de que el trazado del nuevo puente debería desplazarse noventa metros en sentido de la corriente. Sin embargo aquel hombre enjuto y envarado de apariencia hostil no permitió a “uñas de tigre” que mi padre volviera al norte.
- Una obra de esta envergadura no está terminada hasta que los primeros peatones circulan sobre su estructura, por lo tanto hasta entonces puedo necesitar en cualquier momento las sabias indicaciones de Sheng Non.
Había pronunciado la palabra “sabias” con gran reverencia y formalidad ante los ojos sanguinarios de “uñas de tigre”, que se movían inquietos entre mi padre y el ingeniero principal temiendo que entre ellos hubiera surgido una amistad poco conveniente y antirrevolucionaria. Pero Wan To no le permitió ni tan siquiera expresar su opinión porque salió de su despacho antes de que el desconcertado líder local pudiera rechistar. Mi agradecimiento era tan grande que quise pagarle al ingeniero su amabilidad y aquella misma noche le invitamos a cenar en nuestra casa. Preparé yuan bao liji, el plato favorito de mi padre y sopa de semillas de loto porque habíamos indagado sobre los gustos culinarios de su protector y era ésta su sopa preferida. Fue extremadamente complicado conseguir los ingredientes necesarios porque el hambre nos perseguía desde hacía tiempo y la consigna de que una mujer capaz puede hacer comida aunque no cuente con alimentos era más real que el hambre misma. Recuerdo aquella cena con nostalgia. El aroma del cilantro del yuan bao liji envolvía nuestra conversación. Parecíamos aislados del convulso mundo exterior en el que la vida había dejado de ser una aventura maravillosa para convertirse en una tortura diaria donde las calles habían cambiado sus hermosos nombres de pájaros o flores por los de acciones revolucionarias teñidas de temor o sangre. El tiempo se detuvo unas horas en torno a nuestra humilde mesa y yo disfrutaba viendo a aquellos dos hombres hablando de sus cosas. Del rumor apagado de las corrientes acuáticas cuando está a punto de saltar un pez a la superficie, de la brisa matutina tan diferente a la del atardecer, de los puentes orgullosos del Yangzi y las gargantas abruptas de la provincia de Yunnan. Lugares lejanos que nunca conoceríamos.
Durante los ocho meses que duró la construcción del puente el ingeniero Wan To nos visitó con frecuencia. Nos relataba episodios de su vida con ferviente viveza, procurando siempre obviar todo lo malo de los tiempos revolucionarios, no porque fuera ajeno a su malignidad sino para no entristecernos con la constatación de la cruda realidad. La sensibilidad de aquel hombre era un bien preciado muy peligroso de manifestar en voz alta. Sólo entre las cuatro paredes de mi apartamento daba rienda suelta a su fantasía y a su buen humor. El resto del tiempo se enfundaba una máscara de frialdad sin la cual habría sido imposible sobrevivir. Mi padre le trasmitía sus pequeños secretos de afinador de puentes y su anhelo por conocer el mar. Ese río inabarcable donde no se podían tender puentes entre continentes.
Según se aproximaba el final de la obra mi espíritu iba apagándose al mismo ritmo en que los últimos toques iban dándole al puente la apariencia de un monumento invulnerable. Estábamos tan seguros de su indestructibilidad que en los ocho meses de construcción jamás habíamos pensado en que pudiera venirse de nuevo abajo. Ninguno de los tres dudábamos de su robustez.
Gracias a la intercesión de Wan To “uñas de tigre” habló con mi jefa del taller para que me permitiera acudir a la ceremonia el día de la inauguración. Mi indumentaria era sencilla, la de cada día de mi vida: mi raída chaqueta gris oscura y mis pantalones anchos tan poco atractivos como remendados para acentuar mi carácter proletario. Había recogido mis cabellos en una graciosa trenza y cometido la osadía de colocar una diminuta flor roja en el extremo de ésta.
El ingeniero Wan To caminaba muy ceremonioso entre el delegado provincial de Obras Públicas y el temible Li Jing-quan. Mi padre marchaba a unos metros de ellos, confundido entre la comitiva de alegres muchachos que entonaban el viejo himno “Faro del pueblo” portando en sus manos el Pequeño Libro Rojo. El cielo era una pieza interminable de seda con diminutas grullas alejándose hacia las montañas. La realidad me desbordaba el pecho de impaciencia y tristeza. Mi padre debía regresar al día siguiente a su campo de trabajo a cientos de kilómetros de Yangshuo y el amable ingeniero a sus ocupaciones en Beijing. Mi vida tornaría a su monótona existencia limitada a contar capullos blanquecinos con las manos entumecidas sin la esperanza de una charla alegre o una frugal cena compartida con aquellos dos hombres extraordinarios.
El protocolo fue breve. Se adivinaba en el semblante de “uñas de tigre” una inquietud no exenta de razón. Si el puente volvía a derrumbarse no sólo mi padre y yo pagaríamos con nuestras vidas, también a él se le cobraría su ineptitud por no lograr llevar a buen término la empresa encomendada por el partido. Al cortar la cinta roja que atravesaba el viaducto el delegado de Obras Públicas quiso ser el primero en cruzarlo. Se hizo acompañar de Wan To y éste se acercó a mi padre para pedirle que él también los acompañara hasta la orilla opuesta. “Uñas de tigre” me buscó entre la muchedumbre blandiendo en su rostro, como si de un arma se tratara, un gesto de fastidio. Una vez más el ingeniero principal le menospreciaba y en esta ocasión la afrenta había tenido lugar en público, ante la atenta mirada de las gentes de Yangshuo que atemorizadas por los antecedentes de la obra refrenaban sus manifestaciones de alegría. Al ver a mi padre alejarse sobre el puente no pude reprimir las lágrimas. Al día siguiente le volvería a perder tal vez para siempre. Una nube como de espuma de jabón se deslizaba en ese instante por el cielo desdibujando la presencia del sol. Cuando la ceremonia terminó corrí apresurada hasta el taller para no ganarme una nueva reprimenda de mi jefa. El griterío del festejo quedaba tras de mí al final de la calle Oriente Rojo cuyo nombre anterior a la revolución había sido Dragón de Jade. Me sentía acongojada y desvalida. Pronto volvería a estar sola en Yangshuo.
Al regresar por la noche a mi apartamento me encontré con Wan To esperando en el portal. Estaba oscuro y me asusté al distinguir su silueta entre las sombras. Adiviné por su gesto adusto que mi padre ya viajaba rumbo a Heilongjiang. El puño firme y férreo de “uñas de tigre” golpeaba nuevamente sin compasión. No había recibido de muy buen grado la ofensa de Wan To cuando éste había elegido a mi padre para acompañarle sobre el puente junto con el delegado de Obras Públicas. Perdí la compostura unos segundos y hasta proferí maldiciones contra Li Jing- quan que de haber sido escuchadas por algún vecino chivato me habrían costado muy caras. Entonces el ingeniero me pidió calma.
- No temas, Yu-fang- musitó agarrándome del brazo y haciéndome subir las escaleras hacia mi apartamento- todo esto no es lo que parece, arriba te lo explicaré.
Hubiera querido arrastrarme a sus pies y besarlos, aferrarme a su pecho y fundirme en una abrazo de agradecimiento y de amor. Tras escuchar sus palabras, ya en mi apartamento, mi corazón golpeaba mi pecho con la fuerza de los tambores de la fiesta de Chun Jie. Resultó que Wan To era uno de los mejores amigos del delegado de Obras Públicas. Habían estudiado juntos en Beijing y aquel veía al ingeniero como a una especie de hermano. En una ocasión Wan To le había salvado la vida al caer el delegado a un pozo ciego cuando realizaban unas mediciones para la Universidad Popular de Beijing. Se había creado de este modo un vínculo muy especial entre ellos.
- Me he enamorado de ti- declaró Wan To mirándome con los ojos humedecidos por la emoción- y le he pedido al delegado que interceda por ti ante la Junta Revolucionaria provincial. Si tu accedes, tras nuestra boda nos trasladaremos al norte con tu padre. El gobierno provincial de Heilongjiang va a construir una presa cerca de su campo de trabajo y he solicitado el puesto de ingeniero principal. Sólo necesito que me digas qué piensas de todo esto, Yu- fang, mi pequeña flor perfumada.
Nunca en aquellos días de convivencia mientras el flamante puente Mao iba delimitando sus formas y sus arcos se iban redondeando sobre la corriente del río Li pensé que mi vida daría un giro tan inesperado y maravilloso. Según Wan To iba explicándome la situación yo rememoraba las charlas en su compañía, las anécdotas sobre puentes que se habían desplomado al desfilar sobre ellos regimientos de soldados con marcha desacompasada, la filigrana de las matemáticas y la física unidas al saber ancestral de mi padre, sus manos delicadas tomando la sopa de semillas de loto, su risa contenida al comprender un viejo chiste del anciano. Constaté en ese instante en que me tomaba de las manos en la penumbra de mi apartamento que desde que me deportaran a Yangshuo aquellos últimos meses habían sido el único destello de luz en mi tenebrosa vida revolucionaria. Se le enredaron las manos en mi trenza y se detuvo en la pequeña flor roja que había tenido la osadía de colocar a modo de prendedor en su extremo. Y muy lentamente le atraje hasta mí para fundirme en su cuerpo huesudo.
Una semana después atravesábamos juntos la estructura robusta del puente Mao.
- Hacia el norte- dijo muy quedamente apretando mi mano- allá nos espera el viejo afinador de puentes sin el que nunca te habría conocido.
Y allí, en Yangshuo, sigue el puente, firme y robusto, soportando el peso de tantos y tantos seres humanos cargados de desolación y angustia. Y de unos pocos que como yo consiguieron ser felices a pesar de todo.
Clara I. Aránega











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