Nadie alcanza la meta con un solo intento, ni perfecciona la vida con una sola rectificación, ni alcanza altura con un solo vuelo. Nadie debe vivir sin cambiar, ver cosas nuevas, experimentar otras sensaciones, y tener la capacidad de corregir sus errores. Nadie tiene el derecho de consumir el amor o la amistad de las personas si uno mismo no la produce.
(Autor Anónimo)

LUCI

lunes, 1 de marzo de 2010
Esta vez me vais a permitir que la entrada no esté relacionada con la cocina. Me gustaría compartir con vosotros, sobre todo con mis compañeros sufridores de Majadahonda y alrededores, este relato. Lo ha escrito Clara, mi prima, que como seguramente será el próximo premio Planeta, podemos considerarnos como los privilegiados que han disfrutado sus primicias. Espero que os guste.



LUCI

Tenía que solventar el problema con urgencia. Sólo llevaba quince días en la consultoría y lo de menos había sido el cambio de empresa. Se había adaptado, siempre con las reservas de los inicios: ir conociendo a sus compañeros, las manías del jefe, la ergonomía de su silla de trabajo, los cotilleos suscitados por su incorporación a Cuenting & Renting después de haber pasado por Money & Resources. En fin, lo previsible. Todo esto podía pasarlo por alto aun a pesar de su resistencia a los cambios pero lo que le estaba suponiendo una angustia creciente era el tiempo que invertía en llegar hasta la nueva oficina. Vivía en el extrarradio, en una urbanización de pisos de cuatro alturas y chalets adosados. Rancios, sin ningún estilo distintivo a no ser por la llamativa pintura burdeos que habían utilizado para decorar la cerca de entrada. Alguien le había contado que ese color disimulaba a la perfección las meadas de los perros. Todos sus vecinos tenían perro. Él era la excepción. Foxterriers canijos, macarras rotwailers, bucólicos pastores del Pirineo, hasta un pijo afgano, estirado como él solo, que se le acercaba a husmearle la entrepierna en cuanto se descuidaba. Odiaba a los canes. Por eso en su segunda salida al centro comercial encargó un ahuyentador de ultrasonidos. Cómo disfrutó contemplando al afgano correr como un atleta olímpico en cuanto lo estrenó con él, viendo la cara de su dueño que no comprendía el ataque de locura de su mascota, todo un paradigma de elegancia y pulcritud perruna.
Tardaba casi hora y media en llegar cada mañana a la oficina. Había probado salir antes, o un poco más tarde. Había buscado varios atajos, se había comprado un navegador para el coche. El transporte público, incluso. Todos, intentos infructuosos. Lo más rápido era el carril de autobuses y vehículos de alta ocupación, llamado bus-vao por el ayuntamiento, pero ese territorio estaba vedado para él. Si viajaba solo en su coche no tenía derecho a usarlo. Lo hizo una mañana en que se durmió y le costó una multa de trescientos euros. Cada día la agonía del viaje se le hacía más insoportable. Que si la COPE, que si la SER, que si los anuncios de cremas reductoras de vientre, que si los resultados de la eurocopa o mejor dicho la Champions League, que si música de los ochenta, que si de los noventa, noticias abominables sobre masacres en Darfur. No lo podía soportar. Hora y media cada mañana multiplicada por cinco días a la semana y luego por veinte días al mes, si es que éste sólo tenía cuatro, daban un resultado de treinta horas mensuales. Un día y casi un tercio. Al año unos quince. Los bisiestos no los incluyó. Y en Cuenting & Renting le habían hecho un contrato indefinido. Le quedaban veinticinco años para jubilarse. Quince por veinticinco igual a trescientos setenta y cinco días. Escalofriante. Más de un año de su vida regalado, así de un plumazo, a la carretera. Tenía que solucionarlo. Si había evitado el desplome de varias empresas podía evitar ese nimio asunto que le estaba machacando la vida desde hacía quince días.
A sus cuarenta vivía solo. Las novias se habían ido sucediendo las unas a las otras, espantadas por sus manías. Ninguna había soportado su costumbre de usar el hilo interdental antes de acostarse, pero ya sentado en la cama y medio cubierto por el edredón. Los restos de espaguetis y judías verdes salpicaban la almohada y por la mañana pendían de su flequillo. Tampoco habían tolerado su orden enfermizo. Cada cosa para un lugar y un lugar para cada cosa era su frase favorita (con excepción de los restos bucales). Al terminar sus ejercicios sexuales corría como alma que lleva el diablo a lavarse y a colocar la ropa en el armario. La suya y la de ellas. A veces hasta se había puesto a planchar, al terminar el coito, las sábanas arrugadas por la refriega de los cuerpos. Y además, sus amantes habían percibido en él una exagerada devoción hacia el fetichismo. Zapatos de tacón de aguja, ligueros de encaje, arneses de cuero y pelucas al estilo Cleopatra.
La solución a su problema del atasco mañanero se le presentó una noche de sábado mientras se deleitaba con una película porno repleta de esos iconos que adoraba. ¡Cómo no se le había ocurrido antes! ¡Él, que era un león de las finanzas!
Tuvo que recurrir a internet. El nombre de la página podía inducir a engaño pero una vez que se pinchaba la primera ventana el mundo de los clicks te trasladaba a Babydolls, el paraíso de las muñecas hinchables. Tamaños, texturas, cabellos, indumentarias, zonas erógenas, pubis con y sin vello, vaginas lubricadas y sin lubricar... un mundo desconocido para él. Desconocido pero tentador. Se decidió por una morena. La mitad de las mujeres españolas lo eran. La realidad es que lo eran casi todas pero con los tintes la media había bajado en los últimos diez años. Uno sesenta le pareció una estatura adecuada, ni muy alta ni muy baja. Senos armoniosos pero generosos. Talla 95 B, la más solicitada por las féminas de España en las operaciones de estética ya que se correspondía con la de Scarlett Johansson. Sintió un leve calambre entre las piernas al imaginarse a la actriz en su cama. Claro, que esa noche tendría que dejar de lado su práctica interdental. Lo de la lubricación no le importaba demasiado. Total, para lo que la iba utilizar. Rellenó su orden de petición y los datos de su tarjeta de crédito. En no más de una semana la tendría en casa, rezaba el mensaje con que se cerraba la transacción y además, por hacer el pedido desde la capital, le enviarían un inflador de última generación y una bolsa de viaje.
Aquella noche durmió a pierna suelta. El atasco del día siguiente se le hizo más llevadero y cuando veía adelantarle por el carril bus-vao a los afortunados conductores que podían acceder a él sintió un cosquilleo nervioso de impaciencia. Muy pronto estaría entre los elegidos.
Cuando acudió a la oficina de correos a retirar el paquete se sintió muy importante. Un antes y un después en mi vida, pensó. Había comprado unas cervezas checas y un cuarto de queso de Cabrales para celebrar la llegada de su valiosa joya de caucho. La desenvolvió con mimo, como si pudiera hacerle daño al desdoblar sus pliegues algo tiesos. Olía a plástico, igual que un Geyperman de su infancia. Elastómeros, polímeros, acetatos... vete a saber qué células artificiales componían la carne dúctil de aquella vestal moderna. Eres muy guapa, le iba diciendo mientras le acomodaba la melena revuelta y la silueta de mujer se iba haciendo corpórea sobre el sofá de su salón. Muy guapa y estás muy buena. ¿A ver qué escondes bajo la faldita escocesa?
Durante la noche tuvo la tentación de acostarla junto a él pero le pareció inapropiado. Aunque no despreciaba un encuentro sexual en su primera cita con una mujer, qué iba a pensar su niña de plástico si en su primera noche atropellaba su cuerpo como un vulgar salido. Por la mañana se despertó antes de que sonara el despertador. La inquietud le hizo levantarse con el estómago hecho un nudo. Nadie le vio salir del ascensor y dirigirse a su coche, en una mano el portafolios en la otra la muñeca.
La acomodó con cuidado en el asiento del copiloto. Le abrochó el cinturón de seguridad y sin darse cuenta, o mejor dicho sin saber por qué motivo, estampó un beso en su mejilla lustrosa y anaranjada. Vas a ver lo bien que lo pasamos juntos. Lo malo va a ser que al llegar a Cuenting & Renting te tendré que meter en el maletero. ¿Me perdonas que lo haga?
Le hablaba como si fuera capaz de responderle. De camino, ya acelerando por el bus-vao se sintió un ser poderoso. Le guiñó un ojo a la muñeca, y hasta se atrevió a rozarle la pierna al borde mismo de la minifalda escocesa. Era simplemente perfecta.
Toda la mañana se la pasó como en una nube. Había tardado treinta y cinco minutos en llegar al trabajo. Ahorro de tiempo y de gasolina. Una suerte haber comprado a Luci. La había bautizado sin querer, pensando en su primer amor escolar a quien la muñeca se daba cierto aire. Le faltan las pecas pero se las puedo pintar esta noche, pensó a la par que intentaba centrarse en un estudio sobre cancelación de hipotecas.
En el descanso del bocadillo bajó a verla. Con la excusa de haber olvidado algo en el coche se dirigió impaciente hacia el maletero. Vuelvo pronto Luci, le dijo con cariño. Y le pareció que sus ojos le miraban con cierto aire de reproche.
En la oficina todos, aunque no lo dijeran, advirtieron en él un cambio de humor. A mejor. Se ofreció para traer unos cafés de la máquina, contó varias anécdotas de su paso por Money & Resources, regó una aspidistra mustia y sonrió sin ton ni son. Mati, su compañera de cubículo, pensó que estaba enamorado. Vicen, el de recursos humanos, que había mojado esa noche, Rodri que tenía plan para el fin de semana. Y él feliz, deseando reencontrarse con Luci y volver a su pisito rodeado de perros.
De vuelta a casa no era necesario colocarla en su asiento del copiloto porque ya no había atasco, pero lo hizo. No me mires así, le dijo nada más arrancar, siento que hayas pasado toda la mañana en el maletero. Esta tarde te recompensaré. Volvió a acariciarle el muslo. Esta vez sintió una leve punzada de deseo que fue aumentando según los kilómetros le alejaban de la oficina. Todo el camino fue imaginando cómo sería poseerla. Luci no debía tomarse a mal sus pensamientos de macho ibérico. Tarde o temprano habrían de terminar en la cama.
Se sintió un poco sucio al terminar. Y se lo dijo a Luci. Para ser nuestra primera vez creo que no me he portado como un caballero, me he dejado llevar por la pasión. Eres tan bonita... Y al decírselo varios perros se enzarzaban en una disputa bajo su ventana amortiguando con los ladridos su placer.
Con los días su relación se volvió más estrecha. El primer paso fue sacarla a la terraza. Con sus gafas de sol y un vaso de naranjada sobre la mesa de Ikea parecía tan auténtica que le daban ganas de llorar al mirarla. Compró dos faldas y dos camisetas, un jersey de punto, para las mañanas frescas, y un par de zapatos de los que le ponían a cien. Había sido una buena idea pintarle las pecas. Era clavadita a su novia del cole. Como su teléfono apenas sonaba y las visitas se limitaban a su madre y a una tía solterona no tenía que dar demasiadas explicaciones. Luci era para él y él era para Luci. Sin problemas, sin exigencias, sin reproches. Aunque de vez en cuando, si la observaba sin que ella se diera cuenta, le parecía advertir en su expresión un gesto mohíno de aburrimiento. No hace falta que te pongas así, preciosa. Si quieres bajamos al parque un rato. En aquel banco bajo el sauce se está muy fresquito a estas horas, le ofreció generoso.
El afgano se presentó como un vendaval. Lo vio acercarse como siempre hacía. Quería husmearle la entrepierna para no variar. Con los nervios provocados por la primera salida al parque con Luci no atinaba a encontrar en el bolsillo el silbato ahuyentador. Por un momento se imaginó al chucho devorando las tiernas carnes plásticas de su muñeca. Un hilillo de sudor le brillaba a ras de la mandíbula cuando fue capaz de hacer sonar el silbato. A menos de medio metro tuvo la impresión angustiosa de que Luci estaba en peligro. Si no hubiera usado el aparato tal vez ahora, mientras veía al perro correr con el rabo entre las piernas, estaría llorando su desgracia. Mi Luci, pensó, tendremos que tener cuidado en nuestras salidas.
Coincidió con el vecino del cuarto A en el ascensor. Suerte que había salido sin su caniche. Le miró de hito en hito. A él primero y a continuación a Luci. ¿Por qué le miraba así? Se preguntó. ¿Era más digno tener un caniche que a Luci? Se dijeron buenos días y un silencio embarazoso se interpuso entre los tres. Se llama Luci, se atrevió a decir para romper el hielo. El otro se limitó a asentir con la cabeza. Un gesto desconsiderado, pensaría ya en el rellano mientras abría la puerta. Debería haberle dado la mano para saludarla. Es lo que yo hice con su perro, le atusé la primera vez que bajamos en el ascensor, y eso que le odio.
Los fines de semana disfrutaban como cualquier pareja: hacían el amor al despertarse, desayunaban en la terraza, ordenaban la casa y se echaban la siesta. La primera vez que la llevó al centro comercial se armó un revuelo en la entrada. Para comodidad de Luci la había sentado en un carro de los de la compra, de esos que necesitan una moneda para sacarlos de su alojamiento. El vigilante le miró sorprendido. Le doy envidia, le dijo a Luci colocándole el flequillo. Seguro que no tiene una novia tan guapa como tú. La cajera se equivocó varias veces al pasar los productos por el registrador de precios pero él se sentía tan feliz de compartir esos momentos de ocio con su pequeña pecosilla que no reparaba en los codazos de la gente y las sonrisas de burla. Se había vuelto muy cariñoso con ella. A todas horas le decía piropos y le pasaba la mano por la mejilla. Esa faceta galante no la había practicado con las mujeres. ¿Habrían huido de él por esa razón?
Comenzó a regalarle cosas. La lencería era su punto débil, así que le compró unas braguitas blancas con lazos diminutos y bustier a juego. La talla 95 B del sujetador era la ideal. Le quedaba perfecto. El canalillo un poco rígido pero qué importancia tenía ese leve defecto comparado con la perfección que derrochaba Luci. Para celebrar su primer mes juntos le regaló unos rulos. Con los días los bucles maravillosos que luciera al principio se habían ido alisando. Le gustaba ponérselos, cepillarle y acariciarle el cuello y decirle al oído: bonita, estás muy buena, eres un primor.
Tenía que estrenar un vestido de Zara. Azul pastel, con un escote de vértigo como se suele decir en estos tiempos. Estaba tan sexy que decidió invitarla a un vermú en el kiosco del parque. Se afeitó y se puso un polo nuevo. La besó en el ascensor. Al hacerlo descubrió que el encaje del sujetador le asomaba atrevidamente sobre sus senos. El sol hacía brillar su pelo recién tratado con acondicionador. Luci era de las mejores, se podía lavar y todo.
Pidió un vermú para él y un mosto para ella. El camarero se limitó a traer la comanda. Sin duda esperaba que llegase alguien más, alguien que se tomara el mosto. Leía el periódico absorto, sin prestarle atención a Luci. Más tarde se lo recriminaría. Fue tan rápido que no pudo reaccionar. Cuando se percató del peligro y echó mano del silbato se dio cuenta de que con la emoción del vestido nuevo de Luci y su satisfacción al verla tan guapa lo había olvidado. La mesa se tambaleó y los vasos se hicieron trizas sobre el cemento. Las patas del afgano y su hocico largo como una baguette se afanaron con saña sobre Luci. Sus gafas de sol salieron despedidas y quedaron colgadas de un macetero de aligustre mientras que sus labios rosados explotaban como un chicle en la boca de un niño travieso. Él se abalanzó sobre el perro pero no pudo hacer nada por evitar el desastre. Luci expiraba con cada uno de sus mordiscos. Su dueño, ajeno al suceso charlaba con el vecino del cuarto A sobre el horario de la piscina de la comunidad.
En menos de un minuto Luci yacía hecha un girón de polímeros, elastómeros y acetatos. Su vestido azul era una mortaja ridícula. Un revoltijo de cabellos oscuros se enredaba en las fauces del afgano. La primera patada le partió el bazo al perro y la segunda le hizo sangrar y aullar de dolor. Luci era un cadáver plano y el kiosco del parque se había convertido en noticia. Los curiosos se paraban boquiabiertos. Cuando llegó la unidad del 091 un hombre lloraba sobre una plantilla de plástico anaranjado y un perro agonizaba empapado de vermú y mosto.

Clara I. Aránega














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4 comentarios:

Virginia dijo...

Me ha encantado, además de recetas poder leer una lectura como esta de vez en cuando, así además de engordarnos en cuerpo, se nos engorda también la mente, me ha parecido muy graciosa, divertida y entretenida, así que ya sabes, baja otra en cuanto puedas. De verdad, vaya familia de artistas!!!! me voy a hacer seguidora también de tu prima. Besos, Vir

G de Galicia dijo...

Me ha parecido genial poner el relato en el blog, así podemos disfrutar de esa faceta que tiene Clara.

S. R. dijo...

No sabía que erais una familia tan prolífica, no solo en la cocina, ha sido delicioso probar esos relatos.

Vanessa dijo...

Menos mal que he entrado después de comer... me encanta el blog
Tendré que ir probando alguna receta, ya te contaré
Muchos besos