Nadie alcanza la meta con un solo intento, ni perfecciona la vida con una sola rectificación, ni alcanza altura con un solo vuelo. Nadie debe vivir sin cambiar, ver cosas nuevas, experimentar otras sensaciones, y tener la capacidad de corregir sus errores. Nadie tiene el derecho de consumir el amor o la amistad de las personas si uno mismo no la produce.
(Autor Anónimo)

Escalera al cielo

martes, 6 de abril de 2010
De la noche a la mañana me había convertido en un par de ojos nada más. En un par de ojos acuosos, de agua vitrificada y estancada por los que se me escapaba toda la expresividad que un condenado a la inmovilidad puede manifestar. Mi amigo Pacho solía decir por aquel entonces que mis ojos parecían manzanas escarchadas de las que su madre llevaba a casa por Navidad. Y tenía razón. Una escarcha densa, gélida y vidriosa se había apoderado de mi mirada de la misma manera que la insensibilidad se había adentrado en mi cuerpo como esos ocupas que sin pedir permiso se quedan a vivir en casa ajena. Pero en mi caso no habría ni policías ni jueces que desalojaran esa parálisis fofa de las entrañas huecas que habitaban mi cuerpo. Me quedaba la espera de un alivio definitivo y eterno, y mientras los jueces dirimían si querer morirme era o no legal mis ojos de vidrio escarchado se conformaban con ver pasar los trenes tras el cristal siempre reluciente de mi morada terrenal. La otra, la morada infernal surgía cuando la tregua de la oscuridad pedía paso y mis ojos se cerraban prestos a descender a los fuegos del averno. Siempre dudé de la existencia de una tercera morada, la celestial. Me costaba creer en medio de mi desdicha que existiera un cielo pleno de gozo y armonía para que aquel que había sufrido en vida pudiera disfrutar sin restricciones. Sufrir en la tierra para gozar en el cielo era algo que simplemente me parecía una contradicción.
Mi padre, Anselmo Calle, era jefe de estación. A menudo me he preguntado que habría sido de mí si mi padre hubiera sido electricista o fogonero o fotógrafo de bodas. Dentro de mi desgracia sin medidas he de sentirme afortunado por esa ventana ancha y sin barreras que mi padre abrió en el muro para que yo, el infeliz del pueblo, viera pasar los trenes cada día de mi larga vida de tetrapléjico fofo y desahuciado.
- Te voy a tirar esta pared, te la voy a hacer de cristal y ya verás como los días se te hacen más cortos y la espera más llevadera.
- La espera de ¿qué? - le contestaba yo al principio con aquella voz ronca, de endemoniado que me había quedado como un tatuaje sonoro y que asustaba a mi sobrino Chuso.
Mi madre se giraba para que no le viera ese rumor de aguas que no paraba de brotarle como si un manantial nuevo le surgiera cada día de los ojos cuando al mirar mi condición de mueble se moría por dentro pidiéndole a Dios cambiarse por mí. La obra duró poco. Los dos albañiles que contrató mi padre me gastaban bromas sobre lo que iba y no iba a ver tras aquellos cristales que me separaban del mundo pero que al mismo tiempo me lo traían a vivir conmigo como si el escaparate fueran los demás y yo fuese un viandante hecho estatua que estudiaba antropología varado en una cama transformada en cátedra por arte de magia. Siempre había vivido de espaldas a la estación. Como si una goma invisible tirase de mí para conducirme por las calles del pueblo en las que el rumor de los trenes no distraía la realidad. A lo sumo alguna tarde me entretenía en dejar monedas sobre los raíles esperando el milagro del aplastamiento y la cara de Franco convertida en una mera silueta deforme.
- Los duros quedan mejor que las pesetas- me decía Pacho- me gustaría probar con los dólares y otras monedas para ver cómo se aplastan los reyes de otros países.
- Franco no es un rey, es un dictador- le contestaba yo muy enterado de las diferencias de nomenclatura.
Al rato nos marchábamos a su casa a estudiar historia y veíamos en los libros las caras que nos hubiera gustado ver aplastadas sobre los raíles brillantes de la estación.
Pero eso fue hace mucho y ahora mi padre me limpiaba el sudor de la frente y me animaba a entretenerme en la contemplación de los andenes.
- Dentro de dos minutos entra el expreso de Algeciras, ya verás que ruido mete. Siempre se sube algún marinero que va para Cádiz y sus trajes le dan al andén un colorido digno de Atocha o de Chamartín.
No le hacía caso. Cerraba los ojos de escarcha y me hundía en el infierno de los recuerdos, en las carreras con mis piernas ágiles que eran la envidia del equipo de fútbol, en los abrazos de Cari que al poco de quedarme así había dejado de venir por casa, presa de una amnesia que le había hecho olvidar las promesas de amor que nos habíamos ofrecido tras la tapia desconchada de la Sala Príncipe. No podía girar la cabeza, así que mi forma de escapar de la visión de las cosas que no me interesaban era cerrar los ojos. Milagrosamente los párpados todavía obedecían a mis órdenes. Me sentía como un general desterrado al que tan sólo un par de soldados siguen en su huída hacia el exilio.
La primera vez que empecé a mirar por el amplio ventanal fue una tarde de tormenta. Caía tan fuerte la lluvia, con piedra a intervalos, que el rápido de Málaga tuvo que parar más de una hora hasta que fue posible continuar la marcha. Los truenos aplaudían la escena y los relámpagos le daban luz a una tarde oscura de verano en la que el chasis de la locomotora brillaba como una artista de variedades el día del estreno. Desde mi estancia podía ver con claridad al maquinista hablando con mi padre que, con su banderín plegado y enrollado, se protegía de la lluvia con un paraguas negro refulgente por las dentelladas de los relámpagos. Algunos viajeros habían bajado al andén y se refugiaban bajo la estructura metálica de la estación. Estiraban las piernas y les veía mover los labios en conversaciones que jamás escuché. Nunca más volvería a ver aquellos rostros expectantes y húmedos. Al contrario que en los días de invierno el vaho los envolvía a ellos y no a los cristales de mi ventanal. Un niño aplastó su nariz contra mi burbuja protectora mirándome como si fuera un pez en su pecera. Cerré los ojos y me hice el muerto, cuando los abrí una cohorte de chiquillos esperaba impaciente a que el muerto volviera a la vida. Se asustaron tanto al verme abrir los ojos que echaron a correr para subirse a toda prisa en su vagón, chorreando agua. Sentí en aquel movimiento de las piernas infantiles un vago recuerdo hacia el que intentaba obligar a mis músculos, una reminiscencia letárgica que me hacía cerrar los ojos de nuevo y dejarme llevar por el ruido metálico de aquellas ruedas redondas que besaban los raíles y giraban como los viejos discos de vinilo que mi padre ponía en el tocadiscos para enjugar el llanto seco de mis ojos cansados.
Mi padre pidió permiso a la RENFE para plantar un árbol en el andén.
- De hoja caduca, para que veas el cambio de las estaciones y puedas observar los pequeños milagros de la naturaleza.
Debido a lo especial del caso permitieron esa libertad vegetal en la estación. Lo colocaron a la derecha del ventanal, de manera que si lo estaba mirando cuando llegara el tren la imagen de la bestia mecánica y de las ramas se fundieran en un abrazo estético que sólo mi padre era capaz de apreciar. A mi me daba igual ver un árbol o una estaca. Sólo quería morirme y lo demás era una mera dilación de lo que mi cuerpo y mi espíritu anhelaban.
Mi madre rezaba a todas horas. Tuvo que ser eso, que sus padrenuestros y avemarías trenzaron una escalera infinita que terminó llegando al cielo como la de Led Zeppelin:
...There´s a lady who´s sure all that glitters is gold
and she´s buying a stairway to heaven...
Era como si las vías se distanciaran del suelo y con sus peldaños de traviesas formaran una escalera con destino final el cielo. Poco a poco y después de casi dos años de abatimiento comencé a saborear el ronquido lejano que se iba haciendo más próximo y a adivinar, ayudado por los conocimientos de mi padre, el tipo de maquina que en pocos minutos entraría en la estación. Pensaba en las traviesas como enamoradas ataviadas con sus mejores galas y prestas a sentir el peso del cuerpo amado. En las agujas caprichosas que podían cambiar el destino de los trenes y conducirlos a las antípodas con el gesto sorprendido de los viajeros que esperaban llegar a Puertollano y aparecían en Santander. Un cosquilleo para el que tan sólo el alma tiene sensibilidad se instalaba en mí cada vez que los viajeros descendían de su vagón y pasaban frente a mi televisión de no sé cuantas pulgadas. La escarcha de los ojos se me fue derritiendo y un buen día Pacho me dijo con un destello de carbón en los suyos:
- Pelón, se te están aclarando los ojos. Yo hasta diría que se te están volviendo azules.
- Será de tanto mirar el cielo. . .
Los trenes de mercancías me despertaban por la noche. De pequeño me asustaba su ronco traqueteo veloz. Se notaba en el sonido áspero del roce con los raíles el peso desmesurado de la carga. Ahora ese estertor de aleación mineral me hacía sentir más vivo que nunca, incluso más que cuando Cari me apretujaba entre sus senos y me llenaba de besos torpes de quinceañeros promiscuos. A mis veinticinco años mi padre empezó a leerme historias del ferrocarril, esas que de pequeño me habían aburrido y le habían hecho al pobre hombre desertar de mi cama cuando por las noches se empeñaba en contarme el descarrilamiento del cincuenta y ocho o el choque de Manzanares. Ahora experimentaba un agradecimiento sin límites hacia mi padre y las ganas de morirme se iban disfrazando con otros sentimientos más difusos al ver entrar a mi madre cargada de posters de trenes o de libros que me leía más tarde Pacho cuando salía del taller. Si entornaba los ojos, el oscuro abismo infernal del tiempo pasado se iba tiñendo de un velo que lo hacía parecer tan distante como esos destinos a los que los trenes se dirigían. Me dejaba llevar por las ensoñaciones y sentado en el morro de la locomotora viajaba de Cádiz a La Coruña viendo a mi derecha y a mi izquierda los pasos a nivel, las placas giratorias, los túneles, los apeaderos abandonados y los campos vastos de media España. Una noche sin luna me quedé despierto hasta muy tarde. El coro de grillos festejaba el verano recién llegado y ese canto nocturno me mantenía despierto recordando las noches en que salía con Pacho a poner liga para cazar pájaros. El coche cama paró frente a mi burbuja porque una avería en un eje impedía la marcha normal del tren. Hasta la mañana siguiente había que esperar a que los operarios llegaran desde Linares- Baeza para intentar un arreglo. Habían olvidado correr la cortina o la habían dejado así para ver las estrellas desde el lecho en movimiento. El caso es que aquella pareja estaba haciendo el amor ante mis ojos extasiados de espía paralizado. Una pequeña bujía iluminaba la escena y la dotaba de la magia de una secuencia cinematográfica. La mujer era carne pura, de hechuras redondas y voluptuosas y el hombre la llevaba encima como si de un corcel se tratara. Recordé los besos de Cari, sus pechos diminutos que hacían parecer a los de aquella mujer montañas inexpugnables y me sentí afortunado por tener una ventana abierta al deseo de los otros, a aquel espectáculo al que ponían música los grillos y mi corazón desatado por la pasión ajena. Por la mañana, con las primeras luces, los vi salir de su compartimiento. El sueño se había resistido a cerrarme los ojos y había pasado la noche en una vigilia de fantasmas antiguos en continuo trajín por mi mente acalorada. La mujer era muy hermosa. Se le adivinaba en los labios toda la concupiscencia de la noche y se le notaba al andar la simiente del hombre recorriéndole las venas, quemándole los pliegues de su anatomía femenina. La vi ir acercándose a mi refugio de cristal, con el hombre a poca distancia fumando un cigarrillo que me trajo a la garganta el áspero sabor de los Bisontes. La pared de cristal tras la que mi cuerpo reposaba era la indiscreción personificada. Me dejaba al descubierto de las miradas morbosas de los que se quedaban parados frente a ella. Me miró a los ojos y los suyos se fueron cuajando de un rocío transparente que quería ser una lágrima. A la derecha del ventanal una reminiscencia cada vez más rosa se iba haciendo con la claridad del momento. Serían las siete de la mañana y el hombre llegó a su altura y la abrazó por la cintura.
- Me ha sonreído– la oí decir- ¡Qué momento tan extraño, parece que se le escaparan las palabras por los ojos!
Ella no me vio pero cuando se giró le lancé un beso lleno de todo lo que más añoraba en mi reposo flácido de miembros cercenados para el amor carnal. Fue un regalo mágico que de haber vivido enclaustrado entre las cuatro paredes de un cuarto gris nunca me habría conmovido. Sentí pena al ver ponerse en marcha el tren. Mi padre le dio la salida con su uniforme oscuro de ribetes rojos como aquellos labios que habían acariciado a un hombre afortunado. Era el expreso de Algeciras y tal vez alguna playa del sur acogiera a los amantes del coche-cama. Pensé en ellos durante mucho tiempo. Hilé historias imposibles y desenlaces de tragedia griega. A Pacho le contaba casi todo lo que se me pasaba por la cabeza y aguantaba mi mal humor cuando mi maltrecho esqueleto se rebelaba contra la inmovilidad y las infecciones atacaban sin piedad. Al ahogarme el pecho traicionero sólo hallaba consuelo en la contemplación de la vida que tras mi ventana llenaba de movimiento la estación, en el color a veces rojo, a veces gris, a veces verde de los convoyes peregrinos por aquel camino de hierro que reflejaba el balasto y los sueños de los que iban a Algeciras o a San Sebastián, o a Madrid o a Barcelona. Y yo mientras, postrado en un viaje hacia mi propia destrucción, contando las traviesas que me separaban del cielo.
Pacho llegó una tarde del taller con un nerviosismo desacostumbrado. Era él un tipo tranquilo de los que no se alteran ni aunque le mientas al padre o te acuerdes de su familia. Salió varias veces de mi cuarto para cuchichear con mi padre no sé qué cosas. Era como un actor que entra y sale de escena cuando su papel se lo indica. Me estaba poniendo nervioso y tuvo que ser mi padre el que me diera la noticia. Los primeros segundos pensé que se trataba de una broma, pero cuando vi aparecer a mi madre asintiendo con la cabeza igual que esos perros de adorno que colocaban antes en los coches, tuve que empezar a sospechar que mi familia había perdido el juicio.
- Ya está todo arreglado. Pasado mañana es el día. Han sido Pacho y tu padre los que han removido cielo y tierra para que esto sea posible así que ahora no les vayas a decir que no.
Cuando me colocaron en aquel vagón de primera con mi camilla frente a la ventana y toda la parafernalia de objetos médicos que solían rodearme, un sentimiento parecido a la impaciencia no me dejaba disfrutar los detalles. El revisor me miraba muy atento, con un bigote que le hacía parecer un mariscal de libro de historia. El maquinista vino a saludarme porque conocía a mi padre desde hacía más de veinte años.
- Primero hasta Algeciras y luego de vuelta hasta Santander. El médico nos ha dicho que si te pones malo te bajemos en el primer sitio civilizado y le avisemos por teléfono. Este viaje va a ser la hostia, muchacho.
Y salió del compartimiento silbando una marcha militar.
Mi padre levantó la bandera y el traqueteo tan familiar se me clavó en el alma como si mi sangre estuviera compuesta del acero de los raíles y del sonido de su silbato. Mi madre se asomaba feliz por la ventanilla con un adiós en la mirada y un murmullo alegre en el corazón que la mantenían con los ojos fijos en los de mi padre. Cuando empezamos a ver los campos de olivos tras el cristal de mi refugio móvil, Pacho tarareaba ya una canción que los dos habíamos aprendido en los bailes de la Sala Príncipe. Me dejé llevar por su voz cazallera de rockero empedernido y al sentir la máxima velocidad del tren entonamos al unísono una estrofa tan conocida como lo éramos el uno para el otro:
...There´s a feeling I get when I look to the west
and my spirit is crying for leaving.
In my thoughts I have seen rings of smoke
through the trees
and the voices of those who stand looking...


Nunca más pensé en la muerte. Me instalé como un invitado de lujo en la morada terrenal sin volver a pensar en las otras moradas. El infierno de los recuerdos se fue dulcificando con la presencia amable de mi vida en la estación, aquella vida que siempre tuve pero que fui incapaz de disfrutar hasta que la mano caprichosa del destino me varó en una cama y la escarcha de los ojos se me fue derritiendo con el calor contagioso de una máquina de tren y estos ojos míos se hicieron gemelos de dos raíles interminables con forma de escalera.

Clara I. Aránega





























































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