Habían ido llegando poco a poco a la verja de separación sin que los bañistas se percataran de su presencia. Unos renqueando y apoyados sobre sus andadores de acero inoxidable convirtiendo cada paso en una humilde victoria, otros posando uno tras otro sus pies aletargados sobre el césped recién regado. Desde el cielo parecían una manada de lobos viejos en busca de alimento. Pero no lo eran. Sólo se trataba de un puñado de ancianos curiosos dispuestos a distraerse del aburrimiento que les provocaba la espera de su muerte. Era la primera tarde de la temporada de piscina y el sol abría en el cielo un agujero de luz que hacía arder las cosas. El mundo quemaba. Los bañistas chapoteaban despreocupados y ajenos a la procesión de ancianos que se había instalado tras la verja para espiar sus saltos acrobáticos y el despliegue de bikinis que con sus colores simulaban ser flores flotantes en un charco de charol azul. Zumbaban las cigarras cantando su homenaje al estío y zumbaban también los corazones cansados de los viejos.
- Yo no sé nadar- dijo el más alto.
- Yo tampoco- le contestó el más viejo, el que parecía un don Quijote amojamado- antes sólo se aprendía lo que te enseñaban y a mí nadie quiso enseñarme a nadar.
- Eso es una sandez, - intervino la mujer del andador- antes te enseñaban igual que ahora lo que pasa es que tú no querrías aprender. Sé de lo que hablo porque era maestra.
- Ahora hay más facilidades. En este pueblo si se quería uno bañar tenía que bajar al río y mira toda esta chiquillada, salvajes incontrolados, seguro que en su vida se han bañado en el río. No tienen ni idea de lo que es el cieno o los barbos ni los remolinos ni la corriente. Las piscinas no tienen de esas cosas.
Pero el anciano ha olvidado que el río de su infancia no es ahora más que una lengua sucia que va lamiendo las orillas impregnándolas de orines rancios o blanqueadores dentales que antes han corrido desagüe abajo dejando a su paso un caudal pestilente donde ya es imposible bañarse como ellos hicieran.
- Yo tengo un bañador viejo, no sé donde estará pero me gustaría volverlo a usar. Todavía mantengo la talla- informa ufano el más alto.
Las mujeres se ríen con una risa vergonzosa y algo pícara. Se lo están imaginando en bañador con esas canillas blancuzcas más parecidas a un par de remos tiesos que a unas piernas humanas. Todavía mantiene la talla, dice el muy presumido. ¿No se habrá visto las lorzas de pellejo? Parece un hipopótamo.
- No os riáis- replica -como lo encuentre mañana vengo a bañarme como que el sol reluce en lo alto.
Y cruzando sus dedos los besa haciendo un juramento que duda en cumplir.
- A mí me gustaba hacerle aguadillas a mi hermano- dice la más joven de las mujeres- era la manera de vengarme de su machismo. Yo no sabía entonces lo que era el machismo lo descubrí cuando empecé a leer los periódicos- aclara sintiéndose un poco bruta.
Se han acercado del otro lado de la verja un puñado de chiquillos. Sus cabellos mojados destilan cloro y sus pieles refulgen como las de pequeños dioses africanos, negros y salvajes.
- Yo a ti te conozco- grita una de las divinidades tostadas- eres el abuelo del Mantecas.
Y el viejo asiente orgulloso aunque la contradicción del apodo del nieto con la fisonomía del abuelo es evidente.
- Pero tu estás esquelético- le espeta otro mocoso agarrándose a la verja.
- ¿No os bañáis?- pregunta la única niña del grupo- Yo os enseño a nadar si no sabéis.
Y es esta pregunta ingenua la que desata una oleada de deseos casi concupiscentes en la voluntad adormecida de los viejos. ¿Por qué no hemos de darnos un chapuzón? Piensan casi todos al unísono como si de un coro de pensamientos se tratara. El frescor del agua resbalando entre las piernas, el rumor de los cuerpos sumergidos, la libertad de un movimiento casi olvidado... ¡Qué delicia!
- Tiene razón la chiquilla, ¿por qué no nos bañamos? Ahora mismo se lo decimos al director. Que nos queremos dar un baño, leñe. ¿Qué hay de malo en que un viejo se quiera bañar?
- Pero quitaos los Dodotis - advierte irónicamente el mayor de los mocosos- que en el agua se empapan y pesan...
Le han dejado con la palabra en la boca y vuelven a paso de tortuga hacia el edificio central de la residencia, el que linda en su mayor parte con la piscina municipal. Se advierte en su paso una decisión teñida de empuje que antes, hace un rato, hubiera sido impensable. Y van imaginando los unos el bañador ajado que reposa en el fondo de su armario, impregnado en naftalina, y los otros antiguas sensaciones dormidas hace tanto tiempo que cuesta creer que pertenezcan a su propia vida y no a la de otros.
El director no da crédito a la insurrección acuática que ha traído la inauguración de la piscina municipal. Se agita incómodo en su butaca de polipiel mirándoles por encima de las gafas.
- A ver, ¿de quién ha sido la idea?- pregunta intentando ganar tiempo para asentar su negativa.
- De todos- contestan al unísono como si de Fuenteovejuna se tratara.
- Pero si la mayoría ni sabéis nadar, ¿no os dais cuenta que es un peligro?
- En esa piscina hay niños que tampoco saben nadar. Para eso están los flotadores- replica muy acertadamente el que se parece a don Quijote levantando entre sus compañeros una oleada de admiración.
- Esos niños están con sus madres que se encargan de cuidarlos, ¿quién os va a cuidar a vosotros? ¿No os dais cuenta que estáis bajo mi responsabilidad?
Le han dejado a él también con la palabra en la boca. Tanta palabrería por querer disfrutar de un soplo de libertad. ¡Que le zurzan! Pagan un dineral para cubrir su sueldo. ¡Que se lo gane!
Y lo han hecho. Unos más lentamente y otros con una prisa casi infantil. Los más valientes y los que tenían bañador han entrado a saco en el recinto municipal dejando boquiabierto al director que los observa ir alejándose hacia la entrada de la piscina. Ahora ya no parecen viejos lobos hambrientos, ahora son unos chiquillos en busca de antiguas emociones. El agua, la brisa fresca, los chapuzones, el sol abriendo una brecha de luz en el cielo del verano, el pelo húmedo, los huesos buscando la libertad acuática, la levedad del cuerpo flotando, el frío al salir del agua, las risas de los chiquillos, sus gritos de entusiasmo al verlos entrar como jonases decrépitos en el vientre azul de la piscina, la dicha. No hay ni cieno ni barbos ni corriente ni remolinos. Ni falta que hace porque esa fue otra vida y ahora tienen esta otra. Un río domesticado, piensan todos y ríen y deciden venir a bañarse todos los días del verano porque así la espera de su muerte será menos amarga. Y con un poco de suerte la esquivan hasta el próximo verano. Habrá alguno que incluso para entonces haya aprendido a nadar.
Clara I. Aránega
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